9/04/2006

26 de Agosto. The sound of silence.

Los días van cayendo, como caen las hojas de arce en otoño o los pelos de escroto en un orinal, por poner dos románticos ejemplos. Las cosas continúan casi siempre igual por esta casa de locos, o de putas, o de putas locas, en la que vivo. Hay unos ciento cincuenta quilos de polaco que no me dirigen la palabra ni me prestan su abrelatas, y eso que solemos coincidir en el tren o autobús para ir y venir de trabajar. También hay una sargento que está deseando ora un amigo, ora un vergajo fresco y lozano. La otra estonia siempre está gritando, da igual el motivo, pero no hay día que no se cabree con el novio y acabe versando en su críptico idioma escaleras arriba y abajo, y portazo va y viene. Y claro, a gritos, y en semejante lenguaje desconocido, lo menos que uno puede pensar es que se trata de una posesión demoníaca. Aunque la áspera y cruel realidad es que lo único digno de los fuegos más profundos del averno es el váter. Al menos las brasas de la Gehenna colaborarían en la asepsia del mismo.
Por último, entre la fauna autóctona hay una pareja de ingleses, que los pobrecitos míos no se meten con nadie, y el susodicho novio de la citada gritona. Me pregunto cuánto gritaría el animalito si supiera que la novia, como el Manchester, puntuó en casa la semana pasada.
Este diario trajín de desconciertos me hizo volver a despertar viejos fantasmas que encerré a cal y canto bajo la capa de la insolencia, aunque supuse que todo formaba parte del proceso evolutivo del autoconocimiento (vamos, que me estuve comiendo la olla). Quizás me tocaba estar más sensible que de costumbre; por qué no, a los hombres también nos pasa, aunque generalmente sin sangre.

P.D.: El arce es caducifolio, ¿no? Mira que si la he cagao queriendo ser cursi…

18 de Agosto. I don’t want a lover (I just need a friend)

El viernes me trajo una desilusión. El único bastión que sostenía las columnas de mi estancia en el medio de ninguna parte se empezaba a resquebrajar. No tuvieron idea mejor en el trabajo que soltarme delante de una millonada de líneas de un código, que sólo funciona bajo determinadas condiciones (las cuales, por supuesto, desconocía), y me dijeron: “Empápeselo y programe esto que le voy a comentar”. Me resultó familiar, casi un deja-vu diría yo (si supiera cómo se dice).
Aquel croché a la línea de flotación de mis verbeneras ilusiones me hizo decaer el ánimo, pero tengo, por eso no lloro, de plomo la calavera*, así que intenté pasar página desde que salí de la puerta de aquel infierno retribuido.
Me esperaba un fin de semana en el que una de mis compañeras de casa (adivina cuál) me propuso salir a tomar algo. Además me presentaría a unos amigos que a su vez conocían a un grupo de españoles que trabajan aquí. No sabía por qué, pero no me fiaba ni un pelo. Venga vale, sí sabía por qué (y vosotros también, que es muy fácil). Evidentemente, el número de personas que se reunieron a tomar una cerveza era dos. Cómo hombre precavido que soy, le avisé antes de salir de mi renqueante estado de salud, la excusa perfecta para poder poner pies en polvorosa llegado el caso. De esta forma, pude escapar serpenteante de nuevo.
El tiempo que estuvimos allí en el bar me contó que, a pesar de llevar casi dos años aquí, aún no tenía nadie a quien apellidar amigo. Me habló del carácter local, de lo distinto que era el mío… ¡Mira que si lo único que quiere es un amigo y yo aquí ejerciendo de siniestro pensador! ¡Seré cabrón!

*Romance de la Guardia Civil, Romancero gitano (F. García Lorca)

16 de Agosto. Cold day in Hell

Cuando me levanté, como todos los días, me asomé a la ventana para ver qué tiempo hacía… perdón, para ver cuánto llovía. La visión de varios congéneres en manga corta y unos rayos de sol me decidieron a salir de la misma guisa: primer error de la mañana. Mientras me pelaba de frío en la parada de autobús pensé que en la oficina, resguardado, estaría calentín: cagada número dos.
Justo cuando empecé a entrar en calor, a la hora del ¿almuerzo?, tuve que salir de la compañía para atender una importante llamada de teléfono. No sé si fue a causa del frío o de mi dormitabundo estado mental, también conocido como “el estar apollardao”, pero las cosas no fueron todo lo bien que yo hubiera deseado, y creo que ésa fue la primera entrevista de la que no voy a salir victorioso. Alguna vez tenía que llegar ese momento, por supuesto, y además justo en el mejor trabajo que me habían ofrecido hasta ahora, como predijo cierto hijo de perra en sus leyes. Pero bueno, tampoco fue algo catastrófico, así que ahora toca esperar acontecimientos.
Mientras notaba como reventaba uno de mis pezones por el camino, volví a mi gélida oficina, donde, como siempre, habitaban insanos seres en pantalón corto, chanclas y camisetas de algodón. Como se puede comprobar fácilmente, aún estoy lejos de ser el híbrido humano-inglés al que aspiro ser si no quiero convertirme en un carámbano invernal. Y es que aquí no tengo quien me caliente la cama.

13 de Agosto. Cemetery gates

El domingo comenzó muy pronto, concretamente a las 3:45 de la mañana. A esa hora escuché la puerta de la calle y como entró gente que se alojó, vociferante, en la salita. Por sus voces pude comprender que se había repartido alcohol y que estaban a punto de repartirse unos coitos. Me imaginé que la tangada estona, en un acto propio del más fiero de los despechos, había salido a pillar cacho, aunque recordé unos hilarantes comentarios de la amiga acerca de la ligereza de sus cascos, y comprendí que lo propio en ella era, simplemente, el acto.
Me levanté de la cama a eso de las nueve, y me dirigí al servicio, donde una espalda masculina desconocida en plena micción me impidió el paso. El impacto no hubiera pasado a mayores si no me hubiera percatado del slip negro apretado del amigo, de cuya parte posterior salía una especie de simulacro de cola de cocodrilo de peluche. Tan sólo recé en ese momento porque no se diera la vuelta. No quería ni imaginarme como sería el maromo y su slip negro por delante, ni tampoco quería que me viera descojonarme ante aquel esperpento.
Desayuné y me encerré en la habitación a recapacitar sobre el sentido del contrasentido de mi vida, hasta que me invadieron cientos de hormigueos diferentes y me fui a dar un paseo. Mientras me acercaba por primera vez a la playa, soñaba despierto que me iba quitando la ropa, hasta acabar completamente desnudo, mientras iba corriendo por la playa, cual rollizo sucedáneo de Bo Derek, pero de nuevo la desilusión se hizo dueña de mi estado de ánimo. A unas piedras con verdín y cincuenta metros de arena se le llama playa en Inglaterra; vamos, que no me hubiera dado tiempo a quitarme ni la gomilla del pelo. Aún así tiene que ser un sitio divino para pasear, tomarse unas cervezas con los amigos y hacer una barbacoa nocturna. La pega es que el alcohol y las barbacoas están prohibidos incluso de día. Pasear aún no.
La conclusión a la que llegué después de todo es que Falmouth es una especie de hogar del pensionista; un sitio donde, a modo de cementerio de elefantes, se desplazan algunos jubilados ingleses, lo suficientemente poco hábiles como para no haber comprado por la mitad de precio un piso en alguna de las islas o playas del litoral de Iberia, donde, además, sus prótesis de cadera les hubieran salido de balde. Volví a mi casa, que seguía invadida por extraños machos en celo que voceaban escaleras arriba y abajo y daban portazos, y me puse a escribir un día triste, un día que me hizo preguntarme repetidamente qué hacía yo allí.