10/14/2006

4 de Septiembre. Jailhouse rock

Durante la última semana, el sosiego nocturno de esta cárcel de pago se vio perturbado, noche tras noche, por los desgarradores bramidos de alguna de las especies que por aquí cohabitan. Me acostumbré, no sé cómo, pero lo hice. Además me compré una guitarra para joder yo también un ratito, que ya tocaba.
Parecía que la audiencia de este programa había decidido dar un giro radical a los acontecimientos, y a la casa se unieron dos polacas, de bastante buen ver, el mismo día en que a una de las antiguas compañeras le desapareció la nada despreciable cifra de 150 libras. Ése mismo día, y ante la necesidad de un entrenamiento intensivo de vejiga (éramos diez para un servicio) cuyo precio no estaban dispuestos a costear, la pareja de ingleses decidió abandonar la casa sin pasar por el confesionario e importándole un carajo la opinión de la audiencia, que prefirió no opinar porque todo le importaba el mismo carajo anteriormente citado. Y yo, misteriosamente, me seguía encontrando igual. Lo mismo me daba que vinieran o se fueran dos que veinte, puesto que el váter iba a tener la misma mierda.
Así las cosas, sólo me quedaba mirar a la cámara y pedíos a todos que mandéis mensajes para que abandone la casa. Ya sé que podría hacerlo yo si quisiera irme, pero entonces esto no sería como los programas de verdad.

28 de Agosto. Winds of change

Mi ano nunca fue muy exquisito, pero el papel higiénico del Tesco me estaba quitando la vida, lo juro. Tendría que comprar crema hidratante, cualesquiera marcas menos la citada, por supuesto.
No sé si dichas irritaciones tenebrosas interferían en mi estado de ánimo, pero la semana fue siempre negativa, nunca positiva. Este lunes se cumplió mi primer mes de estancia en la isla (parezco Jesús Vázquez) y el balance fue de muchos conocidos, pocos con quien reír y cero confidentes. Siempre pensé que tenía una enorme e innata facilidad para hacer amigos, pero parecía que me estaba redescubriendo, y mi olvidada timidez (últimamente más bien desidia) volvió a situarse en las copas más altas de mis habilidades sociales. (Quizás te extrañes al leer esto, pero ya es hora de que sepas la verdad, que yo no soy como crees que yo soy, que soy paloma brava -¿dónde habré escuchado yo esto?-).
Siendo sincero, por mi cabeza fluían decenas de visiones apocalípticas: no pasaba un día sin ver al almirante Nelson en su lecho de muerte pidiendo una tirita o a la reina madre con una engorrosa indigestión de ginebra y sándwiches de cheese and onion, sin poder levantarse de la taza del váter. Pero ahí seguía, al pié del cañón, temiendo que el cañón me pasase por encima porque aquí se conduce por la izquierda y yo no me acababa de acostumbrar.
Por cierto, con la venida de los primeros fríos se acabó el “Eurovision thong contest”, y la gente comenzó a pasearse por casa con un conjunto de ropa cuyo peso excedía, habitualmente, de los ciento cincuenta gramos. Se avecinaban vientos de cambio.